
Verlo siempre en Español
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Dijo en una ocasión el poeta mexicano Octavio Paz que “las masas humanas más peligrosas son aquellas en cuyas venas ha sido inyectado el veneno del miedo… del miedo al cambio”. Peligrosas porque los cambios siempre han sido necesarios para avanzar y progresar; oponerse a ellos es contraproducente para nuestro propio desarrollo. Es precisamente en el cambio donde encuentran su sentido los inventos (cosas no conocidas hasta el momento) y las innovaciones (novedades que permiten alterar algo existente con el fin de mejorarlo).
A lo largo de la historia, muchas ideas brillantes se han visto frenadas por grupos de personas que no querían afrontar un nuevo estatus. Por ejemplo, a principios del siglo XIX surgió un movimiento en Inglaterra, liderado por artesanos, y conocido como ludismo, que instaba a la gente a rebelarse contra las máquinas introducidas por la Revolución Industrial, culpables en gran medida de la desaparición de muchos puestos de trabajo. Ya en nuestro siglo, los neoluditas siguen siendo igual de nocivos que sus predecesores. Por ejemplo, varios estados de EE. UU. han conseguido prohibir la venta de coches sin intermediarios para hacer frente a Elon Musk y sus vehículos eléctricos.
Calestous Juma, profesor del Centro Belfer para la Ciencia y las Relaciones Internacionales de la Escuela Kennedy de Harvard, y uno de los grandes expertos en este tema, afirma que
"Las esperanzas de la humanidad de poder cubrir las necesidades de una población cada vez mayor, en un mundo que se calienta, van unidas a la introducción de innovaciones tecnológicas; pero el progreso puede verse obstaculizado por una obstrucción irracional al cambio."
Según los estudios de Jouma, la ignorancia no suele ser casi nunca el problema en el rechazo hacia las innovaciones, pero sí pueden serlo los intereses personales (como ocurría en el caso de los luditas) o los desafíos intelectuales que suponen la irrupción de un avance tecnológico de gran calado social.
¿Pero cuáles son las principales barreras contra las que se topa habitualmente un innovador? ¿Qué impide que este se abra camino y provoque esos cambios tan temidos por algunas personas, pero vitales para nuestro crecimiento?
La tecnofobia es la aversión o el miedo hacia las nuevas tecnologías. No suele tener el componente irracional del resto de fobias, sino que se trata más bien de un rechazo hacia cierto tipo de avances en el ámbito de la tecnología, influido, por supuesto, por el miedo. Aunque es algo más habitual en personas que se acercan a la tercera edad, y que pueden encontrarse –o sentirse- ya fuera de lugar, socialmente hablando, también hay jóvenes que la padecen, y las consecuencias no son nada positivas.
Vivimos en una época en la que los avances tecnológicos están a la orden del día, y no adaptarse a ellos puede hacernos perder mucho tiempo o afectar de manera negativa a varios aspectos de nuestra vida, como el social o el laboral, e incluso a nuestra salud, en forma de estrés o frustración, al no sentirnos capaces de interactuar con la tecnología.
Como afirma el sociólogo español Octavio Uña, “la generación actual habita en un cambio acelerado”. Nos ha tocado vivir una época de la historia donde los avances tecnológicos se producen a una velocidad mucho mayor que en épocas pasadas, y ese tiempo se va reduciendo cada vez más. El inventor norteamericano Raymond Kurzweil lo expresó perfectamente en su ensayo La ley de rendimientos acelerados: el cambio tecnológico es exponencial, es decir, el nivel de progreso que alcanzaba el ser humano en cien años hace un siglo, ahora lo alcanza en mucho menos tiempo. Y los intervalos son cada vez más cortos.
Esto quiere decir que tenemos que adaptarnos más y más rápido a los cambios, que siguen aumentando progresivamente. Y eso no siempre es sencillo para todo el mundo. Un innovador podría toparse con esta barrera al intentar introducir sus ideas entre grupos de personas saturadas por un exceso de novedades.
Cuando creemos algo -o en algo-, lo hacemos real en nuestra mente. Muchas creencias surgen de nuestro propio pensamiento, mientras que otras nos llegan de fuera: la familia, la cultura, las instituciones… Pero es indudable la influencia que ejercen sobre nuestro comportamiento y en nuestra forma de ver la vida, hasta tal punto que pueden afectar a toda una sociedad. Por ejemplo, a principios del siglo XVI, algunos sacerdotes católicos proclamaron en Italia que el café, el cual estaba comenzando a extenderse más allá de América de la mano de varios emprendedores, era la “bebida agria de Satán”. A finales del mismo siglo, las mujeres inglesas se rebelaron públicamente contra su ingesta porque aseguraban que producía esterilidad. Todas estas afirmaciones no tenían ningún fundamento científico, simplemente estaban basadas en creencias.
Muchos mitos han sido desmontados a lo largo de la historia gracias a investigadores e innovadores que han dedicado muchos esfuerzos a descubrir la verdad: Copérnico, Pasteur, Darwin… Sin embargo, aún hoy, en pleno siglo XXI, siguen en boga creencias que no tienen ningún cimiento sólido, como que solamente usamos el 10% del cerebro o que los cactus absorben las radiaciones electromagnéticas. La desinformación puede ser realmente dañina frente a la irrupción de una innovación en la sociedad. De ahí la importancia del conocimiento y de una cuidada divulgación científica al alcance de todos.
El cerebro del ser humano solo tiene un objetivo: sobrevivir. Y para ello, procura mantenerse siempre a salvo, buscando la seguridad que otorga una zona de confort, alejado de todo tipo de alteraciones que puedan ponerlo en peligro. De ahí que a menudo nos cueste tanto aceptar los cambios, especialmente los de mayor envergadura. El refranero popular ha sabido reflejarlo muy bien: “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”. No sorprende pues que la llegada de un avance tecnológico que nos arranque de lo familiar, de lo conocido, y que nos exponga a novedades a las que no nos quedará más remedio que adaptarnos, pueda ser demasiado para algunas personas.
El miedo puede impactar en el desarrollo de una innovación tanto externa como internamente. Es decir, un innovador puede enfrentarse al miedo ajeno a la hora de sacar a la luz un invento revolucionario, pero también puede enfrentarse a sus propios temores. Entre ellos, el miedo a ganar y el miedo a perder. El primero nos paraliza cuando intentamos innovar porque sabemos que conseguir un éxito supondría una alteración enorme de nuestro statu quo actual. El segundo nos conduce a no querer arriesgar para no fracasar. En cualquier caso, y como dijo el poeta romano Publio Siro, “nadie llegó a la cumbre acompañado por el miedo”. Innovación y temor no pueden ir de la mano.