15 diciembre 2023

El antídoto más eficaz contra las peligrosas burbujas

Susana Fernández Cifuentes participa en el programa de voluntariado corporativo de la Fundación Endesa. A través de esta iniciativa, se incentiva la participación de los empleados en programas de desarrollo social y medioambiental. El objetivo: convertirlos en los primeros embajadores de su compromiso social. Ella nos cuenta su experiencia en primera persona.

Por Susana Fernández Cifuentes

Susana Fernández Cifuentes con el equipo de voluntarios de Endesa que colaboran en la parroquia San Juan de Dios, de Madrid.

“Sólo por hoy haré una buena acción y no se lo diré a nadie”. Esta frase es parte de la oración de la Serenidad. Las personas en programas de Alcohólicos Anónimos la siguen cada día como parte de su recuperación. Y si alguien se entera de esa buena acción, no “cuenta” y hay que hacer otra. Solo por hoy.

¿Por qué esa voluntad de hacer algo por alguien y que “no se entere nadie”? Reconozco que tengo mi propia teoría, aunque nunca se lo he preguntado a un experto. Para las personas de quizá una edad, una formación en colegios religiosos o simplemente una familia “de las de antes”, los actos de bondad, cariño, entrega voluntaria, donación… siempre han tenido un carácter íntimo, personal, en el que si los otros lo saben deja, de alguna manera, de tener valor. Suena a “lo hago porque quiero parecer bueno”. Así que escribir sobre el voluntariado desde la primera persona me supone cierta contradicción con esta idea. No digamos ya la idea de ponerlo en un currículo o en LinkedIn. Así que, con esta confesión previa sobre mis dudas acerca de la conveniencia de hablar de uno mismo como voluntario, me siento más aliviada para contaros por qué ser voluntario y animar al resto a serlo es en sí una buena acción. Aunque se enteren los demás.

Por dos veces me han tenido que corregir la expresión “personas en riesgo de exclusión social”. Si con ello nos estamos refiriendo a esas personas y familias que, en un momento determinado de sus vidas, entran a formar parte de algún programa en el que se les ofrece ayuda del tipo que sea (económica, laboral, formativa…). Me lo han explicado con cariño y con argumentos que yo misma he comprobado en mis años de voluntaria. Por supuesto que es una expresión correcta que no trata de ofender… pero es profundamente errónea. Quienes estamos en riesgo de exclusión social podemos ser nosotros. Solemos ser nosotros. Y muy especialmente nuestros hijos. Entendiendo por ese “nosotros” las personas que hemos tenido la suerte de nacer en unas circunstancias favorables, que no hemos sufrido reveses tan fuertes que nos hayan dejado en la calle, o sin recursos para alimentar a nuestras familias o que no hemos tenido que dejarlo todo y salir hacia otro país buscando un horizonte para los nuestros. ¿Por qué? Por dos razones. La primera, porque ese bienestar en el que nos movemos “nosotros” puede generar la falsa idea de que esa situación es la “normal”, la justa en relación a lo mucho que nos hemos esforzado o, aún peor, que es inamovible y siempre estaremos en nuestra burbuja. Que por algo existe. Y dos, porque a las personas a las que se ayuda desde estos programas, normalmente no sufren exclusión social en sus entornos. La sufren desde nuestros entornos. Ellos son personas integradas en una comunidad, en una familia, en un entorno en el que son queridos, valorados y respetados… solo que hay falta de oportunidades, de recursos, muchas veces hay problemas durísimos y desestructura… pero también eso pasa en nuestras cómodas burbujas.

“Quienes estamos en riesgo de exclusión social podemos ser nosotros. (… )Exclusión del mundo real. De la conexión con el otro…”

Desconozco el título, pero hay una película conmovedora en la que una inmigrante del este, una anciana, sufre el rechazo y las penurias de su vida en occidente donde es vista como “una vieja que pide en la calle”. La historia nos muestra después su vida en su aldea, cuando vuelve por un corto periodo de tiempo. En su aldea es la persona más respetada y venerada por su sabiduría, por su carácter, por su capacidad de ayuda e integración. Allí ella es una persona con tanto peso en su comunidad, por sus méritos, que las imágenes previas en las que, por su falta de recursos, desconocimiento del idioma y simples “circunstancias”, es despreciada por “nosotros” resultan sonrojantes. Y así debemos pensar en quienes un día nos necesitan y nosotros, aquí, podemos ayudar. Pero no estamos evitando su riesgo de exclusión, recordemos, estamos evitando nuestro riesgo de exclusión. Exclusión del mundo real. De la vida como es. De la conexión con el otro, sea cual sea su condición en ese momento. Exclusión nuestra por miedo al diferente. A lo que no conocemos. A lo que nos incomoda.

Mi experiencia como voluntaria siempre ha estado relacionada con la formación. Bueno, con la ayuda a niños y jóvenes con sus estudios. O para que no abandonen o para que no se queden atrás cuando llegan a España desde otro país… Aunque al comienzo de curso, quienes gracias a la Fundación Endesa echamos una mano en su labor al padre Gonzalo, de la parroquia San Juan de Dios, recibimos unas indicaciones muy concretas sobre esta labor. “No se trata de hacer deberes con ellos, no. Haced que descubran sus capacidades para entender. Que sientan curiosidad y confíen en que están tan preparados como sus compañeros para estudiar y ser lo que quieran”. ¿Y cómo se hace eso, verdad? Se queda uno preocupado por si puede conseguir algo así. Pues mi “truco” es echar para atrás la memoria y recordar cómo y quién nos hizo sentir eso mismo alguna vez en el pasado. Unos pensaremos en nuestro padre, o madre, o un hermano… pero muchos pensaremos también en un profesor de primaria que no hemos vuelto a ver, o en un compañero brillante de clase del que aprendimos mucho, o de una abuela, que no había podido estudiar, pero te recordaba lo mucho que pesaba una pala o un pido y lo ligero que era un bolígrafo…

“No se trata de hacer deberes con ellos, no, sino de hacer que descubran sus capacidades para entender.”

Dicen que el saber, la capacidad intelectual, no es un pozo que haya que llenar con conocimientos. Es una llama que hay que encender. Y vaya que es así. Porque quienes hayan visto en los ojos de un niño o de un chaval esa llama, cuando por sí solos o por fin entienden algo muy complejo o se dan cuenta de lo bien que han hecho algo, ya no quieres dejar de buscar esa luz en los demás. Y si has contribuido tú a ese “encendido”, como otros lo hicieron contigo, sientes que las cosas a veces tienen mucho sentido. Y que en las burbujas acaba reinando la oscuridad. Rómpelas, sal de ellas y saca, sobre todo, a los que más quieres, a los tuyos, de ellas. Solo tienes que hacerlo, ellos lo ven en tu ejemplo. Aunque no se lo cuentes a nadie. Y aunque sea solo por hoy.

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